En muchas ciudades, la expansión de la infraestructura ciclista se ha vuelto un indicador rápido de “movilidad sustentable”. Basta con pintar una franja en el asfalto para anunciar kilómetros nuevos de ciclovía. El problema es que no todas ofrecen seguridad real. Para quien pedalea a diario, la diferencia entre una ciclovía protegida y una pintada puede ser la diferencia entre sentirse parte del tránsito o estar expuesto al peligro constante.
La primera pista para identificar una ciclovía verdaderamente segura es la separación física. Las ciclovías útiles no dependen solo de pintura: cuentan con elementos que impiden físicamente la invasión de autos y motos. Puede tratarse de bolardos bien colocados, jardineras, guarniciones elevadas o incluso un desnivel respecto a la calzada. Cuando la “protección” es únicamente una línea blanca o verde, el mensaje implícito es claro: el ciclista sigue siendo el eslabón más frágil.
El ancho también importa. Una ciclovía funcional permite rebasar, maniobrar y mantener una distancia segura entre bicicletas, especialmente en horas pico. Las ciclovías pintadas suelen ser estrechas, pensadas para cumplir con un estándar mínimo en papel, no para el flujo real de usuarios. Si dos ciclistas no pueden circular cómodamente uno junto al otro o rebasarse sin invadir el carril vehicular, la infraestructura queda corta.
Otro punto clave está en los cruces e intersecciones. Las ciclovías bien diseñadas continúan su trazo de forma visible y prioritaria cuando cruzan calles, entradas de estacionamientos o retornos. Cambian de color, se elevan al nivel de la banqueta o cuentan con señalización clara que obliga al automóvil a ceder el paso. En contraste, las ciclovías pintadas suelen “desaparecer” justo en los cruces, que es donde ocurren la mayoría de los accidentes. Esa discontinuidad no es un descuido menor: es un riesgo estructural.
La continuidad del trayecto es otro criterio revelador. Una ciclovía segura conecta destinos reales —escuelas, estaciones de transporte público, zonas laborales— y mantiene un diseño coherente a lo largo del recorrido. Las ciclovías simbólicas, en cambio, empiezan y terminan abruptamente, obligando al ciclista a incorporarse al tráfico sin transición ni aviso. Son fragmentos aislados que funcionan más como gesto político que como red de movilidad.
También hay que observar cómo se resuelve la convivencia con otros usuarios. En las ciclovías bien pensadas, el espacio del ciclista está claramente diferenciado del peatón y del transporte público, reduciendo conflictos. Cuando una ciclovía pintada invade banquetas estrechas o comparte carril con paradas de autobús sin solución clara, el resultado es tensión constante y uso incorrecto del espacio.
Finalmente, la utilidad real se mide en el uso cotidiano. Las ciclovías seguras suelen estar ocupadas, incluso en horarios no pico, porque generan confianza. Las pintadas, aunque nuevas, muchas veces lucen vacías: no porque falten ciclistas, sino porque quienes pedalean prefieren circular por otro lado antes que exponerse en un carril que no los protege.
Identificar la diferencia entre una ciclovía segura y una pintada es, en el fondo, un ejercicio de sentido común urbano. Si una infraestructura obliga al ciclista a estar alerta todo el tiempo por autos, motos o peatones invadiendo su espacio, no está cumpliendo su función. Pintar una línea puede ser un primer paso, pero sin diseño, protección y continuidad, no es movilidad ciclista: es solo asfalto con buena intención.















Deja una respuesta